De su abuela Santusa heredó el arte de trabajar la arcilla con la que hoy crea raquis, vasijas usadas por las comunidades de K’acllaraccay y Mullak’as Misminay, en Cusco.
Las manos del ceramista cusqueño Máximo Champi Palomino moldean la arcilla marrón que tiene frente a él. Se encuentra en su taller, en el barrio de Santa Ana en la ciudad de Cusco, donde se establecieron los primeros asentamientos humanos durante la época preinca. Excavaciones arqueológicas en el área han encontrado evidencia de un recinto de cerámicas; las herramientas, el horno, la arcilla y las piezas creadas. Piezas ahora fragmentadas por el paso del tiempo y a las que Máximo regresa, buscando conocer las técnicas ancestrales con las que fueron hechas.
En los dedos lleva las huellas de sus antepasados y en su mente el propósito de mantener vivos los procesos artísticos de las culturas milenarias que influyen en su trabajo, como la cerámica Chanapata y Marcavalle. Entre los rastros que estos pobladores precolombinos han dejado como señal de su presencia, hay vasijas de base plana, teñidas en negro y con decoraciones incisivas. Son piezas que no siguen un patrón rígido, el trabajo manual se revela en las imperfecciones y en sus trazos diferenciados. Esa irrepetibilidad es lo que emociona a Máximo tanto como también lo hace un fragmento de cerámica Chanapata que tiene en casa, donde la iconografía tradicional ha sido desordenada. Él interpreta ese acto como una búsqueda del artista por crear nuevos conceptos, conecta con esa intención y se abraza firmemente a su pasión de ceramista.
Que el taller de Máximo esté ubicado cerca a estas comunidades antiguas no es la única coincidencia que lo une a la cerámica. En una conversación con su madre, descubrió que el arte está arraigado a su herencia andina. Originarios del pueblo de Yanaoca en Espinar, sus predecesores se dedicaban a las labores usuales de la chacra y al pastoreo de ovejas. Pero así como el artista de Chanapata se salía del molde, también lo hacía la bisabuela de Máximo. Se llamaba Santusa y fue ceramista. A los 4 mil metros de altura, Santusa utilizaba los materiales que encontraba en la zona y creaba piezas de uso cotidiano, como platos y recipientes pequeños. Ese inesperado vínculo con su bisabuela sorprende a Máximo y lo compele a la introspección. Se recuerda de niño, jugando con la arcilla, fascinado por esa plasticidad que permite hacer y deshacer para luego volver a crear una pieza diferente. Entonces esas memorias se unen a su talento y a la curiosidad que lo lleva a investigar y estudiar las técnicas de las culturas que lo preceden.
Las piezas que crea nacen de la tierra y también se forman de ella. Exploraciones durante la temporada seca a distintas canteras cusqueñas en Saccsayhuamán, San Sebastián, San Jerónimo y Chinchero para encontrar la arcilla adecuada son el comienzo de su proceso artístico. Visitas a museos para estudiar los componentes de las cerámicas preincas y repetir esas fórmulas hablan de su esfuerzo por revalorar los conocimientos ancestrales y los recursos locales. Viajes a los pueblos de Raqchi y Urco para la recolección de piedras pizarra y volcánica completan la receta originaria de una cerámica que resiste altas temperaturas y que con el trabajo de Máximo también se resiste al olvido.
Con las yemas de los dedos como única herramienta, Máximo le da forma a estos bloques maleables, aplicando la misma técnica que usaron de sur a norte las culturas prehispánicas en la elaboración de sus utensilios. Cada pieza tiene su propio carácter, su “encantito” como él lo describe. Y es que aquí la perfección no es necesaria cuando hay algo mucho más rico, como es la sabiduría heredada y la evolución por la que ésta atraviesa al ser compartida. Nuevas piezas, nuevos diseños, nuevas herramientas resultan de esta transmisión de saberes. Las piezas de Máximo así lo evidencian. Se inspira en la iconografía preinca y en los paisajes serranos en los que vive inmerso. Los antecesores dibujaban cerros en sus piezas. En las suyas, Máximo los fusiona con otros elementos de la naturaleza, como las chacras, los ríos y las lagunas. Mientras los pobladores antepasados incidían en sus cerámicas a los 4 suyos con la ciudad de Cusco en el centro, él les agrega líneas laterales para representar la unión de los territorios. Como el artista de Chanapata, Máximo reinterpreta simbologías sin restarles el significado original.
El horno de tiro invertido que usa para la cocción de sus piezas también es prueba de la evolución de los saberes transmitidos. Afirma que el conocimiento obtenido de todos los hornos a lo largo del tiempo ha sido puesto en este. Es ancestral, de técnicas japonesas pero construido a mano en su taller. Capas de ladrillo, arcilla, paja y aserrín sostienen a esta estructura que usa leña como energía y cocina de manera dispareja. El fuego reparte su calor en medidas distintas dentro del horno y esta variación de temperaturas deriva en piezas que son diferentes dentro de su homogeneidad y están impregnadas de conocimientos y tradiciones. Con hojas secas de eucalipto ahúma las piezas calientes, pintándolas de negro y con cera de abeja fija la cerámica, volviéndola impermeable.
La montaña de los Siete Colores -o montaña Vinicunca- también está presente en el trabajo de Máximo. Además del tono negro que obtiene de las hojas de eucalipto, sus piezas suelen estar teñidas de los colores que han sido usados tradicionalmente en la zona cusqueña. Los pigmentos naturales que resultan de pasar por un mortero las piedritas de esta montaña también están sujetos a un proceso de investigación y formulación. Los rojos, amarillos, marrones, cremas y violetas son los que han resistido mayores temperaturas en su horno, “han pasado la prueba de fuego”, dice Máximo. El origen de estos colores son millones de años de procesos geológicos, conviertíendolos en una suerte de testigos vivos de las culturas antepasadas. Permeados en las piezas de Máximo, se compone un círculo cromático de técnicas y recursos con memoria del pasado y visión de continuidad.
Los utensilios de cerámica elaborados por las culturas pasadas hablan del vínculo fundamental que existe desde hace miles de años entre las bebidas tradicionales y el desarrollo de las comunidades andinas. Es el caso de los raquis, esos jarrones utilizados para fermentar y almacenar la chicha que se ofrece a la Pachamama en el trabajo en la chacra y en las celebraciones del mundo de arriba y el de abajo. Máximo reflexiona sobre el paralelo que encuentra entre la chicha y la cerámica, ambas atraviesan un proceso largo donde se dan cambios físicos en los insumos para llegar a ser algo más. La carga espiritual que también se involucra en esa transformación termina de enlazar todo lo que representan: los rituales, las penas, las alegrías, la prosperidad de la tierra. En su taller, Máximo se encuentra atravesando su propio proceso para crear raquis donde se almacene no solo la chicha, sino también los conocimientos ancestrales y las conexiones andinas con la luna, el sol y las estrellas. Los raquis serán usados por las comunidades de K’acllaraccay y Mullak’as Misminay, quienes cultivan la chacra de MIL y aún guardan los saberes y las tradiciones heredadas. Máximo trabaja también sobre los tocapus, significaciones fonéticas que las culturas pre incas dibujaban en sus textiles y cerámicas para narrar su vida cotidiana, sus territorios y sus creencias. Máximo interpreta estas simbologías de formas geométricas y lineales, sabe leerlas sin necesidad de hablar el mismo idioma.
Las cerámicas musicales le abrieron a Máximo un mundo que él describe como felicidad. Darle sonido a sus piezas es avivar la arcilla, las piedras y las montañas. Son piezas que silban la historia para escucharla en el presente. La evidencia de las formas de vida del pasado, entonces, ya no es solo visual; los sonidos ancestrales se unen al trabajo por revalorar y transmitir ese legado humano y cultural. Como dice, “tienes que estar bien conectado para crear algo increíble”. A decir de sus piezas, Máximo, el ceramista por pasión y por herencia, lo está.
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