AYACUCHO EN ENCOMIENDA: DÓNDE COMER Y OTROS RECUERDOS DE INFANCIA
Una historia de Ayacucho, de esas que involucran saberes, cariño, infancia y familia. Pero que además datean sobre sabores y compras. Aquí la ruta.
Una historia de Ayacucho, de esas que involucran saberes, cariño, infancia y familia. Pero que además datean sobre sabores y compras. Aquí la ruta.
Escribe Paola Miglio @paola.miglio
Tengo una historia de Ayacucho para contar. De esas que involucran sabores, cariño, infancia y familia. De esas que se arman con retazos de recuerdos y se rellenan con pedazos de infancia. Es una historia feliz y empieza con una encomienda.
De pequeña no me llevaron mucho a Huamanga a pesar de que mi familia vivió allá toda su vida, mi abuelo fue su jefe de correos y alcalde y mi tío, su hermano, tenía la tienda de lanas con más colores de la ciudad. Eran los ochenta, ya vivíamos en Lima, y el único contacto con aquella tierra que acogió con tanta hospitalidad a mi bisabuelo fue mediante encomiendas que Agustina, la nana, mandaba a Lima religiosamente para 28 de Julio y Navidad. Eran unas cajas inmensas que olían a queso. Atiborradas de chaplas, papa huayro, bizcochuelos, paltas, queso cachipa y jalea de níspero de palo. De cuando en cuando se filtraba algún turrón de las clarisas o las teresas, las monjas de convento. Para nosotros esa caja era la vida, algo así como esa maleta llena de barbies y stickers que recibían mis amigas cuando sus parientes aterrizaban provenientes de Estados Unidos.
Mi abuela Inés (mi abuelo murió cuando era pequeña) se tomaba su tiempo para abrirla. Llegaba siempre envuelta en sábanas blancas, humedecidas por el suero del queso y con los nombres escritos en plumón, borrosos. Un par de cartas de Agustina y de mi tío Gotardo contaban las novedades y los chismes de la cuadra. No habían reclamos ni pedidos, solo deseos de verse y abrazarse pronto. Mi abuela las leía en voz alta. Nosotros escuchábamos, no tanto porque importase lo que podía contar mi tío sobre sus bicicleteadas o Agustina sobre la brujas de sus cuñadas bribonas que le revoloteaban por la herencia, sino porque queríamos que abra la caja y empujarnos el botín completo.
EL INTERIOR
Los primero que salían eran los quesos, redondos y aplanados, como platillos voladores y otros en forma de grandes carretes de cables de construcción. Salados a morir. Esos que no se derriten ni en horno intenso. Venían del Mercado Central, que aún sobrevive imponente frente al convento de las Clarisas. Luego era turno de las chaplas. Olorosas, anisadas y algo húmedas por el trayecto. A pesar de que llegaban como 50, no duraban más de un día. Se metían al horno y quedaban como galleta, perfectas para derretir en ellas un taco obsceno de mantequilla o reventar un trozo de las paltas que se acomodaban al costado y eran las siguientes en pagar peaje. Huantinas, cremosas, herbales, fuerte o punta. De esas que se consiguen poco, pero que cuando se encuentran no necesitan ni sal.
Las papas huayro eran la cama del envío, junto con los potes de la codiciada jalea de níspero de palo hecha en casa. Las primeras se guardaban para estofados y tallarines verdes con vainitas; los segundos se abrían con cuidado. Eran el premio que iba sobre la tajada de queso, la chapla humeante o la cuchara ansiosa: llegaban en latas de Nescafé que aún guardaban ese borde meloso y oscuro del uso. La intensidad del níspero convertido en una suerte de machacado de membrillo sedoso y tranparente, tomaba el olor de los granos. La costra del dulce acumulaba las burbujas doradas reventadas por el efecto del hirviente vertido.
Cuando de la encomienda no quedaba nada, había que sentarse a esperar seis meses más para el siguiente envío. Así comenzaba a volar nuestra imaginación, esa que se completaba con las fotos de los álbumes de mi abuela y con historias que tentaban la curiosidad: ¿qué más habría en esa tierra regalona de cielo morado que no podía mandarse en encomienda?
30 AÑOS DESPUÉS
Mi primera vez en Ayacucho es un pegote de recuerdos que aún no alcanzo a hilvanar correctamente. Tendría unos cinco años. Hay tormenta, truenos, lanas y quereres. Una casa grande en forma de F, construida así a principios de 1900 por mi bisabuelo Federico, un caminito que conduce a la casa de Agustina, un árbol de palta, un jardín interminable, tunas rabiosamente moradas, una mesa inmensa de comedor y un llanto intenso por los truenos: yo, debajo de la mesa, y mi tío Gotardo con mi mamá tratando de calmarme. Eso es todo. No hay sabores. Esos vinieron después, con las encomiendas.
Mi segunda a vez fue más intensa. Triste. Muchos ya no estaban. Recorrer la vieja casona vacía fue devastador. Abrazar a Agustina fue un consuelo. Ella me sentó a su lado y me dictó la receta de la jalea de níspero, me contó como la hacía mi abuelo Armando. Fue toda mi familia en ese momento. Mi Ayacucho completo. Luego me lanzó al ruedo, sin compasión: “ahora tienes que buscar tu todo -me dijo con voz suave-, yo estoy mal y ya no puedo andar”. Así me fui, siguiendo a pie juntillas sus recomendaciones. Compré la fruta en el mercado, regresé a Lima con unos cuantos kilos y puse manos a la obra.
Hacer esta jalea no es cosa fácil. Es el sabor que más recuerdo de mi infancia y para recuperarlo hay que hervir el níspero, pelarlo y sacarle las pepas. Solo interesa la pulpa. Luego hay que mover la olla por unas horas. Varias. Y finalmente pasarle el “sabanazo”, es decir colar el menjunje en una sábana blanca. Otra cosa no funciona. La idea es que la textura quede sedosa. Mi primera versión, que claro, se zurró en el sabanazo, quedó aceptable pero con porosidades. La segunda y tercera han ido mejorando. Estoy esperando julio para arrancar con la cuarta. Mientras tanto, estoy segura que Agustina me irá moviendo la mano en la olla. Ella se fue hace un par de años y con ella la familia que nos quedaba en Huamanga.
Es hora de volver: el atardecer, el cielo lila se confunde entre las cientos de madejas que almacenaba el tío Gotardo en su tienda de lanas que tampoco existe más. Y entre todo, se filtran los personajes que habitan esas fotos blanco y negro del álbum de la abuela que miré fascinada durante años, se mezclan con los colores de las brillantes artesanías de los hojalateros y las tejedoras. Porque en Ayacucho los recuerdos y sabores se hacen de pedazos de cielo y atardeceres. Así, inolvidables. (Crónica publicada en su primera versión en la Revista Sommelier, ha sido reeditada y actualizada).
LA ENCOMIENDA
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