
LA COSTUMBRE: SAZONES DE LA VIRGEN DEL CARMEN
Nos detenemos a conocerl la fiesta de la Virgen del Carmen desde la cocina popular, en tres rincones del país: Lircay (Huancavelica), Llata (Huánuco) y Huancabamba (Piura).
Nos detenemos a conocerl la fiesta de la Virgen del Carmen desde la cocina popular, en tres rincones del país: Lircay (Huancavelica), Llata (Huánuco) y Huancabamba (Piura).
Escribe Sonaly Tuesta (IG @sonalytuesta)
Seguimos la pista de una de las fiestas más emblemáticas del Perú: la dedicada a la Virgen del Carmen, cuyo día central es el 16 de julio. Dirán que la patrona es andariega, que ella misma eligió dónde quedarse y mandó construir su templo. En otros lugares, asombra con su lenta procesión, acompañada por diablicos juiciosos que le rinden homenaje. Todas visten el hábito marrón, pero cada una tiene un pueblo que la ama a su manera.
Hoy nos detenemos a conocerla desde la cocina popular, en tres rincones del país donde su celebración cobra vida entre aromas, sabores y recuerdos: Lircay (Huancavelica), Llata (Huánuco) y Huancabamba (Piura). Porque en cada olla y en cada mesa también se cocina la fe.
EL LOCRO DE PAPA DE LLATA, HUÁNUCO
Se mata al toro y su carne se cuelga en lo alto de la casa junto a la cabeza del animal, decorada con un collar de ajíes y cebollas. Ese gesto anuncia algo importante: esa es la casa de los mayordomos, y ahí se preparará la comida que se compartirá durante los tres días de celebración.
El 14 y 15 de julio, durante el armacuy —momento de arreglos y decoraciones del anda de la Virgen del Carmen—, también se activa la cocina. El plato emblemático es el locro de papa, preparado con paciencia y sazón tradicional.
La receta empieza con el ají colorado sofrito en aceite caliente. Cuando ya está bien dorado, se añade el ajo, la pimienta y el comino. Luego viene la cebolla, que se mezcla hasta lograr un aderezo perfecto. A ese fondo lleno de aromas se le suma el caldo de la carne – que ha hervido previamente en otra olla- y finalmente las papas, cortadas a mano y listas para absorber todo el sabor.
Cuando el locro está listo, se sirve humeante, con un generoso trozo de carne encima. Ese plato no solo alimenta: une, honra y celebra.
No se trata propiamente de un potaje, sino de una costumbre profundamente arraigada que gira en torno a un insumo vital en la festividad de la mamacha Carmen: la carne de res. El 18 de julio, cuando aún no amanece y el reloj marca aproximadamente las tres de la mañana, en Lircay (Huancavelica) se da inicio al tradicional y esperado aycha cuchuy, que en quechua significa literalmente “corte de carne”.
Este ritual, cargado de simbolismo y participación comunitaria, reúne a nueras y yernos de los mayordomos y troneros, así como a una entusiasta concurrencia de pobladores. En sus orígenes, era un momento reservado para cocineros y ayudantes de cocina, como una suerte de recompensa al final de la festividad.
La carne, una vez colgada, es custodiada por las nueras —las llamadas “guardianas”—. Quien desea cortar un pedazo debe pagar un derecho. El juego consiste en intentar cortar la carne por la columna vertebral del animal. Quien lo logra se lleva su trozo; quien no, paga una multa, mientras corre la chicha o el trago entre bromas y risas. Pero hay más: aparecen los llamados “gavilanes”, jóvenes astutos que merodean atentos en busca del momento justo para robar un trozo de carne y asarlo ahí mismo, en fogatas encendidas para preparar la tradicional canca.
Ya con los primeros rayos del sol, inicia el paseo de los emponchados. Los protagonistas son los yernos, que se visten con los cueros de las reses sacrificadas y los pasean por los tres barrios de Lircay. Entonces las mujeres, y a veces algunos varones, jalan las puntas del cuero mientras el emponchado trata de mantener el equilibrio y seguir bailando. El punto de encuentro es la Plaza de Armas, donde confluyen los bandos del mayordomo y del tronero. Allí, quienes hayan logrado conservar la carne que se llevaron, la devuelven a la casa de donde salieron… y reciben su premio.
La Virgen del Carmen no solo camina acompañada por sus fieles y los tradicionales diablicos, sino también por los sabores que identifican su fiesta. Uno de ellos es la diamantina, una bebida artesanal hecha a base de ingredientes nobles: huevos, azúcar, algarrobina, miel de abeja, y a veces cerveza negra, café —preferentemente café de la zona—, limón, leche y aguardiente de caña. Es un licor espeso, dulce y aromático que se sirve como gesto de cariño hacia los visitantes.
Y es que, cuando la Virgen sale en procesión y se detiene en alguna casa o barrio para recibir la salve, una alabanza devota, no puede faltar la invitación a probar la diamantina o su variante más sencilla: el rompope. La diferencia entre ambas es simple pero significativa: el rompope no lleva leche, mientras que la diamantina sí. Podríamos decir que la diamantina es, en esencia, rompope con leche.
El proceso de preparación empieza desde muy temprano y con ayuda colectiva. Es un ritual en sí mismo, casi como un canto a la amistad, donde todos participan. Se parte de huevos criollos, separando claras y yemas cuidadosamente. La clara va en un recipiente, la yema en otro. No se deben mezclar porque si la clara tiene yema, no levanta al batirla.
La medida tradicional es simple: un huevo por persona. Si hay 20 invitados, se usan 20 huevos. Las claras se baten a punto de nieve, un trabajo que se hace a mano, en balde grande, y que requiere fuerza y constancia. Por eso se vuelve una tarea colectiva: todos ayudan, todos comparten.
Las yemas se mezclan con azúcar, y luego se agregan los ingredientes dulces: algarrobina, miel de abeja, vainilla. Si se trata de diamantina, se incorpora leche hervida con canela y clavo de olor (por ejemplo, dos litros de leche para quince huevos). También puede añadirse limón agrio y café local.
Finalmente, se incorpora el aguardiente de caña y, en algunos casos, un toque de cerveza negra. El resultado es una bebida densa, festiva y profundamente ligada al afecto comunitario.
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