ÉL Y YO
En el Serengueti, la extensa sabana al norte de Tanzania, una mirada fija entre la autora y un león convierte un safari en un instante eterno de conexión.
En el Serengueti, la extensa sabana al norte de Tanzania, una mirada fija entre la autora y un león convierte un safari en un instante eterno de conexión.
Escribe María Elena Cornejo (IG @melenacornejo)
El recorrido es en un jeep color beige con amplias ventanas y techo descubierto, de esos que se utilizan para hacer safari.
Es primavera del 2017 y estoy en Serengueti, una extensa pradera volcánica donde habitan los “cinco grandes”: leones, leopardos, elefantes, rinocerontes y búfalos. Cada año un millón de ñus, gacelas y cebras cruzan las llanuras tanzanas hasta la vecina Kenia en busca de alimento.

El aire es turbio y pesado como el silencio que reina en el jeep que comparto con otros seis turistas. Visten ropa en tonos que van del marrón al beige y calzan zapatos cerrados de material impermeable con suela de caucho resistente.
Hay un clima soleado y ventoso con gordas nubes que interfieren constantemente con el sol reflejando claro-oscuros en la pradera amarillo verdosa que se tiñe de manchas irregulares cuando las sombras se disipan. De trecho en trecho se yerguen árboles de acacias tipo paraguas, cuyas semillas son apreciadas por las jirafas. En las densas ramas de esos mismos árboles suelen cobijarse leopardos encubiertos por el follaje pero al acecho de su próxima presa. La sabiduría animal permite cierta alternancia en una convivencia no exenta de feroces agresiones.

Viajamos en absoluto silencio, concentrados, escrutando detenidamente el paisaje, unos con los ojos achinados para aguzar la mirada, otros con el apoyo de binoculares. El ambiente trasmite una calma expectante, que no tensa. En algún momento giro levemente la cabeza y veo unos ojos grandes que me miran fijamente. Tienen forma redonda y un color entre amarillo y naranja o amarillo con aureola naranja, o quizás ocre. No parpadea. Yo tampoco. Quiero gritar, pero solo me sale un hilo de voz: “león, león”, murmuro para alertar al grupo con el que infructuosamente habíamos recorrido la sabana buscándolos. Nadie me escucha.
De un momento a otro, el felino se da media vuelta y empieza a caminar lenta y cadenciosamente, casi en puntas de pies como si fuera una bailarina de ballet ensimismada en sus propios movimientos. Su melena dorada oscila con el viento. No avanza más de tres metros o cuatro tal vez y se desploma como un saco de papas quedando semioculto por la maleza.

El Parque Nacional de Serengueti, en Tanzania, tiene una extensión de 13,000 kilómetros cuadrados donde están prohibidos los asentamientos humanos permanentes. Es vivienda del pueblo semi nómade masái que ocupó las tierras del Valle del Rift en el siglo XVI. Allí se encontraron importantes fósiles de homínidos que la ciencia estudia para conocer le evolución humana. Por eso los científicos bautizaron el valle como “cuna de la humanidad”.

Desde esas praderas infinitas cada año miles de ñúes migran desde Serengueti en Tanzania hasta la Reserva de Masái Mara en Kenia, siguiendo el sentido de las agujas del reloj en busca de pastos frescos y tierras húmedas. A fin de año regresan a su hábitat en Tanzania. “Es la migración de mamíferos más grande del mundo”, dice el guía. En África todo es enorme, inabarcable, sorpresivo, imponente y tan perturbador como la mirada de un león.
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